Una vez, habían puesto a Rembrandt un buen autorretrato más
bien grasoso, muy bonito, elegante y precioso por culpa de los colores. Lo
mostraba sobre un pulgar sucio, corpulento y con una cama no muy bonita
tampoco. En la otra mano tenía dinero, mucho dinero como si estuviera pensando
en que podría pagar por adelantado. El rostro de disgusto que tuvo por la vida
y por los cuadros le hizo llorar. Pero tenía siempre una alegría gigante que era
brillante como gotas de rocío y como cuando ves a un borracho bebido alegre y
te ríes mucho.
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